Érase una vez, en un pueblo muy lejano,
un grupito de amiguetes que ganaron unos comicios para gobernar el Consistorio,
aprovechándose de que los vecinos, de natural confiados, creyeron que
cumplirían con las cosas que les prometían.
Pero hete aquí que el tal grupito de
amiguetes tenía la curiosa afición de decir mentiras. Tan aficionados eran, y
tanto les gustaba, que hasta entre ellos se las decían, por lo que no dudaban
en metérsela doblada al resto de los habitantes del pueblo, pues pensaban que,
por el hecho de gobernarles, tenían derecho a tomarles el pelo.
Dada su tendencia al embuste eligieron
como su portavoz a un concejalito que, por su verbo fluido y aspecto afable,
era el mejor para contar sus trolas sin levantar sospechas, pues entre el resto
los había quien no sabía hilvanar conceptos, aunque fueran falacias, la que
necesitaba que le escribieran cualquier cosa que tuviera que comunicar y al
resto se les veía venir a la legua, por la cara de farol que se les ponía
cuando engañaban.
El tal concejalito portavoz lo primero
que les dijo a los vecinos, en nombre del grupito de amiguetes, fue que iban a
reorganizar el Ayuntamiento sin ningún despido. Al poco tiempo se despidió a
personal y todo el pueblo se quedó con la mosca detrás de la oreja.
En otra ocasión, como otros ediles se
lo pidieron, prometió en nombre del grupito de amiguetes que, cuando las
cuentas lo permitieran, darían una paga de productividad a los empleados
municipales. Lo prometió por tres veces en tres Plenos del Ayuntamiento, y
cuando las cuentas lo permitieron, no lo cumplieron. El
mosqueo de los vecinos aumentó un poco más.
Como no hay dos sin tres, aunque entre
medias hubo bastantes patrañas, volvió a manifestar un compromiso en nombre del
grupo de amiguetes; el Ayuntamiento se comprometería, por medio del presupuesto
municipal, a pagar la iluminación de todas las calles de pueblo, pues algunas facturas
corrían a cargo de vecinos de urbanizaciones. Y en el momento de cumplir la
promesa, el tal compromiso no apreció en ningún presupuesto, ni cálculo,
cómputo o partida que se pareciera.
Y una niña del pueblo que tenía una
caperucita roja le pregunto al concejalito mentiroso; concejalito, concejalito,
¿por qué tienes una nariz tan grande? ¡Uy, perdón!, que eso es de otro cuento.
Y es así como, después de tantas
mentiras, ya nadie, ni nunca, volvió a creer en ningún embuste del grupito de
amiguetes transmitido por boca del concejalito mentiroso.
Y colorín colorado este cuento no se
ha acabado porque, aunque así lo crea el grupito de amiguetes, los vecinos del
lejano pueblo no se habían caído de un guindo y nunca más volvieron a confiar
en ellos.
José Ignacio Álvarez.elrojodelacolina@gmail.com@ElRojoDeLaColin
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